A todas luces, que Roger Waters, segundo cantante de Pink Floyd, haga una gira en la que interprete en exclusiva “The Wall”, el más laureado disco conceptual de la historia del rock, prácticamente 30 años después de su memorable estreno en los escenarios (Tour 1982), parece un reclamo para nostálgicos. Y así es. Como comprar un box set de Jimi Hendrix cuando naciste, 20 años después de su muerte. 


Encontrarás la púa que nunca usó, carteles de conciertos que nunca viste, un pase backstage para el concierto de Montreal del 68 que nunca usaste… Solo sirve para sentirse parte de la historia del rock, para atesorar esos recuerdos que solo con la perspectiva del tiempo adquieren su verdadero valor. Para toda esa gente iba dirigido este concierto.

A la hora de afrontar este show debemos tener en cuenta su contexto histórico. Pink Floyd ya había pasado la época psicodélica de Syd Barrett recluido en su casa por un trastorno psiquiátrico, derivado en parte por el abuso de LSD. Y el ya nuevo líder, Waters, afrontó una más que complicada misión al mando de los Floyd con Dave Gilmour como escudero. De esta manera, depuraron su sonido y cambiaron la psicodelia y la amalgama de instrumentos por el purismo y la limpieza de sonido en mastodónticas obras musicales como “Shine on you crazy diamond” (homenaje a Barrett) y “Echoes”. Aun así, lo “mejor” estaba aun por llegar.

The Wall fue concebido como una obra rupturista antisistema (cualquier sistema tanto capitalista como comunista) y revolucionaria. De ello, hoy solo queda el recuerdo. En cambio, todavía conserva la pulcritud del sonido, sin duda, el mejor que he escuchado jamás en un concierto. El mensaje y la intención.


Waters hace auténticos esfuerzos para mantener la emoción en un concierto que se mantiene por los ecos de la leyenda y la entrega de un público incondicional que abarrotó el Palacio de Deportes, pero falla en lo más básico: la transmisión de la emoción.

No quiero ni imaginar lo que ha supuesto el coste del montaje entre cámaras, un muro de 20 metros por 10 de alto, brazos mecánicos, un cerdo zepelin que recorre toda la sala, una mesa de sonido, video-proyección y pirotecnia, comparable a la necesaria para unos juegos olímpicos. No obstante, defiende muchas veces los temas él solo, incluso interpretando sin la presencia de músicos y sin cantar, como en “Confortabily Numb» en la que solo anima al público.

Como conclusión, decir que, el espectador que quiera ver esta obra como si se tratara del Circo del Sol o de un musical de Broadway tendrá unas sensaciones muy distintas al que realmente quiera ver a Pink Floyd. El segundo saldrá con la sensación de ver algo que fue, pero no volverá a ser jamás.

(By The Doctor)