
A algunos les habrá parecido eterna, a otros, puede que inapreciable. Pero el caso es que el origen de este periodo de sequía creativa respondía a un claro vacío emocional y a la ausencia de una inspiración que rompiera la barrera de lo cotidiano o predecible, algo que tocara bien dentro las teclas necesarias para situarme frente al teclado y hacer brotar las ideas de forma desbordante e incontrolable, como un caudaloso torrente hasta las pantallas de vuestros ordenadores.

Rodriguez se mueve en la onda de Dylan, Peter Paul and Mary, Love o incluso Tim Buckley. Hijo de su generación, su música desprende una cercanía y una autenticidad que la hacen anacrónica. Sus historias son las de la gente. Su talento, una realidad grotescamente evidente. Aun así, su historia es la de un perdedor. Alabado por la crítica, vapuleado por las ventas, se ve relegado a un lugar en el arcén de la industria musical. Pese a ello, una bella fábula sobre el trabajo y el talento rodea a este autor. Paralelamente en la sudáfrica del apartheid, su voz, por encima de la de Elvis, los Rolling o Dylan, pone la mecha de la resistencia a la segregación racial, demostrando que la música puede ser un vehículo para la revolución.
¿Como un disco que vendió poco más de 6 copias en USA marcó la historia de un país a miles de kilómetros? Sin publicidad ni distribucion es una bella esperanza para los románticos que vemos en esta épica historia musical una fuente de inspiración frente al habitual mainstream, una puerta al arte por el arte.

La historia de Rodríguez es inspiradora y embriagante, llena de momentos de emoción y admiración. Este artista marca la diferencia con respecto al mercado y la forma de entender el negocio musical, que rompe todo lo anteriormente concebido y crea en él una minoría auténtica como diría Ortega y Gasset.
Este outsider representa todo lo bueno del hombre y del artista, empatizando con el espectador y creando un lazo que sublima las emociones e inspira.
Un oasis de autenticidad, algo en lo que creer.