Milton Café de Harlem. El humo de la condensación que escupe el abrir y cerrar de la puerta se confunde con el de los cigarrillos que, apuestos negros con corbata y sombrero, fuman apoyados en la puerta. El abrir y cerrar de la puerta vela con la luz eléctrica la negrura crepuscular, a la vez que aristados sonidos de trompeta salen escupidos por la puerta. 

Al Foster está sentado en la escalera marcando la percusión con las baquetas sobre el segundo nivel de la barandilla, muescando la verde pintura metalizada, con asincopados compases en 5/4. Mirando al suelo piensa en esa gran sala, en cómo ha hecho flotar a la banda, en cómo ardía el aire,  en cómo el bebop y las sangrantes bandas de cinco componentes han barrido a los engolados directores de big band y en como latía el corazón del club.

Han abierto la velada, pero tiene la sensación de que algo está por llegar. Aun así, siente el hastío de abrir para los que ya son grandes, en el hambre y la carretera , en los catres donde duerme, en los trasteros de los ultramarinos, en el pollo frito por caridad que la madre del encargado les da cuando los ve muy flacos, en el café que les sirve cuando les ve borracho. El anhelo de ese día en el que su banda cierre la noche ante un cúmulo de sudorosos bailarines, atestando el ahora santuario del jazz y con la admiración de sus iguales y las propinas de los blancos que se dejan caer por el norte de Manhattan en sus coches subiendo por Park Avenue.

Una vez más, la claridad de la puerta elonga las sobras y las devuelve a la oscuridad. Inmediatamente, el click de unos zapatos se extiende en el aire, aunque estos tienen un sonido majestuoso, hasta rítmico, que se diferencia de cualquier otro. De pronto, ante la mirada en ángulo de 45 grados de Al aparecen los susodichos: unos Oxford de blanco impoluto y camel, con impecable lazada , que se detienen frente al joven batería. Al alzar la mirada, un exquisito traje de raya diplomática de pinzas infinitas sobre una chaqueta de solapas anguladas y anchas dibujadas con escuadra  encumbrado por la negra cabeza de pelo ensortijado de Miles Davis.


– ¡Tienes fuego!, dijo Miles. Torpemente sacó unas cerillas de sus manos temblorosas y encendió el cigarro del maestro. Perplejo y estupefacto no halló forma de dirigirse a semejante fenómeno musical.

– Hoy has hecho arder la sala, chico! Tienes algo! Serás un gran batería, de los mejores de tu generación. Grabemos algo juntos. 

Entonces esa ensoñación brumosa y nostálgica se tornó en un camino claro y nítido delimitado por la propia niebla de su frustración e incertidumbre. Esa determinacion le llevó a consolidar una nutrida carrera marcando el ritmo a la aristrocracia del jazz, fuego y energía retroalimentado por la certeza de que todo lo bueno está por llegar y de que su objetivo ya estaba conseguido, ser reconocicido por los suyos y conseguir tener su sonido, su voz.

Esta persona es Al Foster, leyenda del jazz. Y este sueño estuve presente en el madrileño Café Berlín de Callao el pasado martes. Allí estuvo el que fue alumno y ahora es maestro.