Su apodo convertido en rúbrica, una firma donde a priori no había demasiados propósitos artísticos, un logo genial de finales de los años ochenta que sembró los muros grises y aburridos de aquel Madrid, de aquella España, que aún estaba por despertar.

«El muelle» terminaba en punta de flecha a modo vector velocidad (así lo definiría el mítico profesor Paco, e incluso Yécora, en múltiples de sus clases de aquel Escolapios que temblaba tras el paso de un tal «padre Abilio»). No era un dibujo especial ni incluso un graffity desmedido; era la manera de plasmar un sueño, el sueño de Juan Carlos Argüellos, más conocido por «Muelle».
Muelle amanecía con la idea de un futuro mejor, con un buen local e instrumentos para ensayar con sus colegas del grupo de rock pero sobre todo, sobre todo soñaba con «El muro limpio» que se viera bien al pasar, como todo buen grafitero que posteriormente heredara sus costumbres suburbanas.
Su última obra, una de las mejores, fue borrada con desprecio. Se trataba de la firma a seis colores en la M-30, todo un símbolo. Aquel día creció su leyenda, se agigantó, se creó costumbre y nació un arte en la España del blanco y negro para inundarla de colores y llamadas de atención.
Alguien escribió en su día: «Lo que Muelle no previó jamás es que su firma se iba a quedar como parte de una geografía de la que se participa sin conciencia y con mucha prisa. La firma de Muelle se ve pero no se mira. Con algo de buena voluntad, algo habrá de conservar, que hoy, arrancar trozos de muro pintarrajeados y guardarlos, tras lo de Berlín, no resulta nada raro. El que tenga un Muelle que lo cuide. Ya no habrá más».

En efecto, Muelle dejó las paredes en 1993 al considerar que su «mensaje» estaba ya «agotado». Casi todas sus huellas habían sido borradas por órden municipal, y sus herederos tenían otro mensaje en mente bien distinto a la hora de empuñar el aerosol. El Madrid de la Movida también creó escuela en una nueva disciplina, un arte callejero. Muelle empezó a difundir su mote a partir del 1984, mote que surgió por haberse hecho una bicicleta en su escuela con un muelle gigante de amortiguador. Conquistó primero el barrio de Campamento, donde vivía. Después por toda la Villa y Corte, e incluso por toda España. Casi siempre con nocturnidad.
Al principio sus obras eran meras firmas. Posteriormente empezó a sombrearlas con colores o con dimensiones de profundidad, que le aproximaban a la estética del grafito neoyorquino. Los años de práctica también le proporcionaron unos sólidos principios éticos. Muelle fue seleccionando sus lienzos, concentrándose en superficies muy visibles, tapias de solares o vallas publicitarias (por las que sentía predilección, ya que consideraba su «mensaje» como un antídoto contra el bombardeo de imágenes comerciales que nos invade. Evitaba lugares de interés cultural o natural. Le preocupaba, incluso, el hecho de que los aerosoles que usaba se cargaran la capa de ozono. Lo suyo, como él mismo decía, era una historia carismática, democracia cultural en movimiento, un calvo al sistema que nos habían impuesto.

Muelle, un chico de barrio espabilado como todo aquel que en aquellos tiempos sin messenger y videoconsola se obligaba a salir a la calle para relacionarse, no tenía un pelo de tonto. Así, dos años después, en 1985, registró su logotipo en la propiedad industrial, y nunca permitió que su nombre quedara ligado a marca o establecimiento alguno. El dinero para el maletín repleto de rotuladores y aerosoles salía de su bolsillo. Incluso llegó a poner pleitos a un par de agencias de publicidad, acusándolas de haber plagiado parte de su logo. Hasta llegó a denunciar, en junio de 1988, al mismísimo Ayuntamiento de Madrid, con ocasión de una ilustración en la revista Villa de Madrid que reproducía su marca. Y es que con el consistorio no parecía llevarse bien.
En 1987 fue sorprendido mientras plasmaba su rúbrica sobre el pedestal de la estatua al oso y el madroño, pocas horas después del emplazamiento definitivo de ella en la entonces recién remodelada Plaza del Sol. Multado con 2500 pesetas, Muelle defendió con uñas y dientes la validez de su arte callejero ante los tribunales. La repercusión de su hazaña le valió para salir en los periódicos, en una de las pocas veces en que relajó su reacia actitud hacia los medios de comunicación. Un año más tarde, cuando operarios municipales limpiaban la estatua de la Cibeles, todas las cubiertas del andamiaje que rodeaba la estatua aparecieron firmadas por él.

Nunca quiso nada con la Administración. Su actividad transcurrió al margen de la misma. Pero ésta es la única que pueden preservar lo que queda de su obra, de ese magnífico patrimonio popular. Después de haber destruido la mayoría, ellos son los únicos que pueden preservar tal padazito de nuestra historia. El enorme logo en rojo que saluda a la Red de San Luis, varios metros por encima de la acera, a la altura del número 32 de la calle de la Montera es una de las últimas que quedaron vivas en la ciudad. Muelle también viajó con su arte fuera de Madrid y allá por donde anduvo no pudo evitar dejar huella como si fuera la mismísima marca del zorro. Para tí éste tributo Muelle, recuerdo de mi infancia.
(By JRGE)
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